La vi aquella tarde, apoyada en la barandilla, agarrándose los brazos con fuerza, mientras el viento le movía el pelo y cerraba los ojos. Pude notar cómo intentaba desprenderse de versos ya olvidados cantados por un Catulo que en realidad era un no-me-importa-quién: "Viuamus, mea Lesbia, atque amemus". Sonreía por no tener que recordar más susurros, ni temer más noes, ni imaginar confesiones inventadas para la ocasión. Creo que me fijé en ella porque en ese momento las dos pensábamos que cuando los sueños se acercan pierden su brillo dorado y se convierten en desencanto. Sabía que habría más, más pasados ideados a medida y el mismo futuro por inventar, otras canciones y poemas, o incluso los mismos, pero ya con un significado completamente diferente.
Por eso, después de un cambio sustancial, sólo se repite: Viuo, ego, Lesbia.