lunes, 4 de abril de 2011

Perseo

Caminaba calle arriba a las mil y una de la madrugada de un día cualquiera cuando se encontró a Andrómeda sentada en un portal, aún compuesta por el brillo de las pocas estrellas que le quedaban. Pero en su ojo izquierdo Alpheratz comenzaba a extinguirse lentamente, no sabía si por la lluvia o el olvido de su propia existencia. Se paró enfrente, sin decir nada, pensando en las cien mil millones de veces que la había visto tan lejos, que había pensado que sólo eran brillantes luces incorpóreas. Se acordó entonces de una historia interminable en donde lo que cae en el olvido o no se considera real, desaparece. Era por todas aquellas luces artificiales que intentaban hacerle sombra, porque ya nadie recordaba que en otra vida había sido hija de Cefeo y Casiopea, porque si algo no se ve parece que no existe. Por eso se estaba apagando en aquel portal oscuro, sin hacer apenas ruído, imperceptible para quien no sabe ver. Sin pensárselo dos veces, decidió liberarla de los monstruos que la estaban consumiendo, cegando las farolas que había alrededor como si tuviese la cabeza de Medusa entre las manos para matar a decenas de Cetus. El silencio continuaba, pero la luz cada vez era mayor.